¿Prohibir el fútbol en los colegios?

La tremenda influencia social, a nivel global, que ostenta el fútbol –deporte capaz de mover masas, despertar pasiones y generar fanatismos– está creando debate entre los educadores. Surgen así oces que abogan por prohibir su práctica en los patios de colegio, en beneficio de otros juegos y deportes supuestamente más educativos y beneficiosos, como el tenis, voleibol o baloncesto. A partir de ahí se extienden iniciativas como «el día semanal –o la semana mensual– sin fútbol» impuestas por los profesores, en contra del sentir mayoritario del alumnado.

Y también en las políticas juveniles hallamos una controversia entre quienes consideran que el fútbol no debe incluirse en las actuaciones preventivas, frente a quienes defendemos que supone una gran herramienta para «captar» y trabajar con la juventud, especialmente aquella en riesgo de exclusión social. Dichas teorías pedagógicas prohibicionistas basan su actitud anti-fútbol en dos argumentos principales: el ser una actividad segregada y sexista, además de generadora de conflictos.

Respecto a la acusación de crear desigualdad entre niños y niñas, considero que cae precisamente en el sexismo que pretende combatir, al prejuzgarlo como deporte «de chicos brutos», precisamente en un momento en el que asistimos a una explosión del fútbol femenino y a un creciente interés por parte de las mujeres, bien como aficionadas o protagonistas (entrenadoras, jugadoras, árbitros, directivas...). Más atención merece el segundo tipo de críticas que aluden a aspectos como su carácter competitivo, agresivo y no-educativo. El fútbol profesional, por ejemplo, no deja de ser un reflejo de la sociedad en que vivimos, donde predominan valores ligados al mercantilismo, la agresividad, la competitividad feroz y el «ganar como sea». 

Asistimos a una explosión del fútbol femenino y a un creciente interés por parte de las mujeres.

No obstante, éstas críticas se extienden al fútbol-base, atribuyendo al deporte una serie de características negativas intrínsecas, que se corresponderían más bien con los comportamientos que muestran sólo algunos de los jugadores y equipos que lo practican, los cuales no dejan de ser un reflejo de las actitudes y valores que les estaríamos transmitiendo los padres y la propia sociedad. Además, estas teorías prohibicionistas obvian todos aquellos beneficios que podrían potenciarse gracias al interés que suscita el deporte-rey entre niños y jóvenes: trabajo en equipo y compañerismo, socialización, desarrollo del hemisferio cerebral derecho y las inteligencias múltiples, práctica del deporte y promoción de hábitos saludables, deportividad, esfuerzo y auto-disciplina… Lamentablemente, ante cualquier situación conflictiva y controvertida, la opción más sencilla por la que tienden a apostar los poderes públicos suele ser la prohibición, en lugar de tratar de gestionar el conflicto y aprovechar las oportunidades que éste nos brinda. Sin embargo, existen evidencias de que «otro fútbol es posible» y de ahí que la labor de los buenos educadores, más que «tratar de alejar a los menores del fútbol para que no se contaminen», debería ser aprovechar la capacidad de influencia que tiene el fútbol entre ellos, como forma de trabajar otros valores alternativos. Asistimos a una explosión del fútbol femenino y a un creciente interés por parte de las mujeres

Así lo han entendido en Latinoamérica, donde surgieron iniciativas tan interesantes como las «tarjetas verdes» con que los árbitros «premian» a aquellos jugadores que dan muestras de deportividad en sus acciones. O el proyecto 'Fútbol por la paz' dirigido a combatir la violencia juvenil y el consumo de drogas, mediante torneos entre bandas, con unas normas especiales: equipos mixtos; el primer gol de cada tiempo deben marcarlo las chicas; sin árbitros; con obligatoriedad de que todos los inscritos jueguen; y con resultado final en base a una serie de criterios basados en la deportividad además de los goles.

Otro ejemplo lo hallamos en el fútbol-base italiano donde, hace años y a raíz de una serie de problemas, la federación estableció las obligaciones de que los padres acudieran a charlas para promover el 'fair play'; y de que, al finalizar los partidos, tuviera lugar un 'piscolabis' de confraternización. Pero tampoco hay que irse tan lejos para hallar ejemplos de cómo se puede incentivar la deportividad e introducir elementos no-competitivos en la práctica del fútbol.

En Santander la Escuela Municipal introdujo desde sus inicios el 'Torneo social' (sin clasificación y con 'goles extra' por desarrollar una bonita jugada o una acción deportiva); y el programa de ocio nocturno La Noche es Joven viene organizando torneos con unas normas «distintas»: clasificación a la siguiente fase en base a los puntos y a la deportividad; eliminatorias donde – en caso de empate– prosigue el equipo que haya cometido menos faltas; eliminación del requisito de fianza a los equipos más deportivos del torneo anterior, etc. El fútbol, en definitiva, nació en la Inglaterra del siglo XIX, como una variante del rugby, más civilizada y menos agresiva. Los 'gentlemen' que lo crearon no podían imaginar el futuro 'boom' mundial que iba a suponer su invención, ni la consiguiente pérdida de su esencia y valores fundacionales. El recuperar dichos valores –sobre todo en la base y en el ámbito de los menores– es una tarea urgente que atañe a todos los actores sociales que, de una u otra forma, tengan relación con el fútbol: padres, educadores, profesionales, practicantes, federaciones e instituciones… En definitiva, aquellos que sentimos que la práctica del fútbol tiñe de luz y color nuestros recuerdos infantiles, creo que tenemos la responsabilidad de transmitir ese legado – y ese privilegio– a las nuevas generaciones.