Siempre me he considerado un buscador, que ha procurado aprender de todo y todos. Por eso a quienes me caen bien suelo llamarles “maestros” (“¡Qué pasa, maestro!)…
No obstante no había encontrado mi verdadero MAESTRO (con mayúsculas) hasta hace unos pocos días. Dicen que siempre aparece cuando el discípulo está preparado… y espero que sea verdad porque –aunque el mío es bajito– me supone una gran responsabilidad el tratar de estar a su altura, a la altura que él se merece.
Mi maestro está lleno de luz y de calma. Y emana inocencia y pureza. Puedo pasarme siglos mirándole, arrebatado, y –cada vez que lo hago– doy gracias al universo por habernos unido.
Mi maestro me ha prometido que me va a ir enseñando lo más importante de la vida, pero que lo va a hacer como hacen los verdaderos maestros: con amor y alguna “colleja” de vez en cuando, de esas que sirven para “agitarte la consciencia” (como cuando el maestro zen de Jodorowsky le espetó aquello de “¡intelectual: aprende a morir!)
Mi maestro está lleno de fuerza, aunque sólo transmite ternura y fragilidad. Aunque llora mucho, es un ser mucho más feliz que el resto que conozco. Tiene el don de disfrutar de cada instante y para él todo es diversión; aunque ni siquiera sepa reir… Ve mucho más allá que los demás, aunque sus ojitos sólo distingan sombras… Y es muy sabio e inteligente, aunque aparente torpeza e inexperiencia….
Mi maestro es un ser extraño, como veis. Yo le conocí en el hospital de Santander –apareció un día en que yo estaba particularmente nervioso– pero parece que proviene de muy lejos (hay quién dice que de fuera de esta galaxia, incluso de otros planos de existencia. También dicen que él me eligió a mi, porque todo Maestro elige adecuadamente sus discípulos…
A mi todo esto me parecían leyendas y habladurías, pero lo cierto es que, sólo conocerle, me propuso embarcarme con él un viaje iniciático que durase toda mi vida. Y yo –sin saber cómo, ni porqué– le dije que sí…