Llegaste sigiloso, como las grandes sorpresas. Tu madre sabía que ibas a venir, pero no quiso desvelar el secreto, ni preocuparme por el hecho de que ella tuviese que empeñar su salud para pagar el billete que te trajo hasta mí…
Yo, como siempre, no me enteraba de nada, no podía imaginar que el cielo tuviese destinado un regalo tan preciado, precioso y preciso, para un decadente como yo…
Aparte de que, para llegar a tu hermano, tuvimos que luchar, subir montañas, atravesar desiertos, perseguirle, llamarle a gritos en la oscuridad…Fallamos una dolorosa vez, antes de –finalmente– llegar a alcanzarle. Tú, sin embargo, apareciste como caído del Cielo…
Y lo hiciste en el momento oportuno para sacarme de la Cueva de los 40 ladrones, un pozo gris donde no se vislumbra fe, ni esperanza, ni vida eterna alguna… Pero un buen día, simplemente, miré hacia arriba y ahí estabas tú, tendiéndome tu manita mientras me decías, con suavidad y firmeza: ¡cógete, papá! Y arrastrándome dulcemente, me subiste de nuevo al mundo de la Luz.
Entonces supe que eras un regalo llegado del Cielo.
Y te llamas Simón (que en hebreo significa “el que escucha a Dios” o “el que ha sido escuchado por Dios”). Por eso te conocí –desde el primer día– con tus ojitos claros bien abiertos; y me obligaste a que yo también abriera los míos y empezase a ver de nuevo. Comprendí entonces lo que implica recibir un regalo del Cielo…
Y por primera vez me sentí –me hiciste sentir– realmente valioso e importante, porque tú me convertías en el guardián de un tesoro, porque con tu llegada pasé a tener la responsabilidad de cuidar una mina de piedras preciosas, de hacer crecer un jardín paradisíaco.
Y me propuse, desde ese momento, acompañarte por esos mágicos caminos que, sin duda, sabrás elegir… aunque procuraré hacerlo siempre a una distancia prudencial, que no te incomode ni reste aliento, pero que me permita tenderte la mano cuando tú me lo pidas, como hiciste tú conmigo, al llegar.