Cuando un amigo se va...

¡Uff, qué sueño!… puto despertador, no consigues apagarlo…¡ahora! “Venga, tío, desperézate y ponte en marcha que ya son las 11h” –piensas, tratando de animarte a ti mismo.

Tras subir la persiana, te conforta ver que hace un día espléndido. Y hablando de día, recuerdas que tu amiga Cristina te comentó que hoy domingo se cumplen dos años de la muerte de nuestro amigo común Mathew, el hippy sudafricano…

¡Ahí va! Has abierto Facebook y ves que hoy también es el aniversario del asesinato de Lennon. Maldices ambas muertes y esta fecha fatídica, pero te sorprende tanta coincidencia. Máxime cuando tenías pendiente dedicar un relato a tu amigo. Quién sabe, quizá sea una señal de que no debes retrasar más esa tarea, que hoy es el día de ponerse a ello.

¡Bueno, venga! —decides intentarlo. Pero antes de empezar, descubres que hay varios comentarios tristes y nostálgicos en el muro de Facebook del difunto Mathew. Han sido escritos por familiares o amigos y algunos están en castellano, otros en Inglés. Reflexionas sobre cómo las redes sociales crean una suerte de ficticia inmortalidad, de modo que las personas siguen apareciendo en el muro de sus amigos, y cumpliendo años, como si no estuvieran muertas. Pero sí lo están, ya se sabe que la imagen que se proyecta en Facebook suele ser irreal e ilusoria…

Bueno, ¿y ahora qué? ¿por dónde empiezas? Te asaltan los pensamientos sobre Mathew, sobre la muerte de amigos…Te resulta imposible no rememorar el que fue tu primer contacto con la muerte de un ser querido: la desaparición de Rodri, tu amigo punky de Barcelona, cuando apenas teníais 18 años: 

Rodri fue uno de los chicos “nuevos” que se incorporó en BUP a mi colegio de Barcelona, es decir, que apenas teníamos catorce años cuando le conocí. Según el diario El Mundo, el mío era uno de esos colegios progres y nacionalistas que adoctrinaban a los niños y constituía un semillero de independentistas. Pero lo cierto es que aquellos dos años de BUP que compartí con Rodri los recuerdo con mucho cariño. Con la entrada de gente nueva en Secundaria, se creó un ambiente muy divertido, bohemio y heterogéneo. Rodri, por ejemplo, era punk, aunque a su llegada no diera muestras de ello y se nos antojase más bien como un “tipo raro”, lo que ahora se denominaría un “freaky”.

De aspecto bajito, flaco, feúcho y callado, vestía habitualmente con vaqueros y una camiseta blanca larga. Además, y no me preguntes por qué, siempre solía tener un par de moscas rondándole cuando salía a la pizarra de clase.

“El nuevo” llegó con prejuicios hacia nosotros y con el cabreo propio de quien piensa que sus padres le han mandado a un “cole de pijos”. De ahí que se pasase varios meses sin apenas relacionarse con sus compañeros de clase. Hasta que la profesora nos situó como compañeros de pupitre. Eso supuso un antes y un después para Rodri, dado que yo tenía el “don” de sacar la parte más gamberra de quienes se sentaban conmigo, lo que – indefectiblemente— solía producir en mis acompañantes una clara mejora en el ranking de popularidad de clase, a la par que un descenso en su rendimiento académico.

Y así sucedió con Rodri. En cuanto cogió confianza, sacó a flote su humor corrosivo y su conocimiento del rock radical vasco, que en los 80 empezaba a hacer furor entre nuestros hermanos mayores. Así que con él descubrí mis primeros conciertos punks, donde los jóvenes chocaban entre sí, en un frenético baile llamado “pogo”. Además fue en los alrededores de su casa donde el grupo de amigos nos iniciamos en las “litronas” (en Barcelona le llamábamos “ Chibecas”, que era el nombre de la marca de Cerveza de litro más barata). Y también fue con él —y el resto de la cuadrilla— con quien salí mi primera noche de fin de año, aquella en que llegué a casa tratando de disimular la tremenda y primeriza borrachera que me había agarrado.

Dado mi estado lamentable, mis amigos me acompañaron hasta casa y Rodri me aleccionó sobre las palabras – breves y concisas— que debía soltar en caso de toparme con algún familiar que aún estuviera despierto: “AAuummm, buenas noches, estoy muy cansado, me voy a dormir” (durante el trayecto en taxi fui ensayando la frase, con simulación de bostezo previo incluida).

Pero la puesta en escena no ocurrió según lo previsto: Ya de entrada los tumbos que fui dando por el estrecho y largo pasillo – que aquella noche resultó más largo que nunca— pusieron en alerta a mis familiares, de modo que, cuando por fin alcancé la sala, me encontré a la familia al completo (padres, abuela, tíos…) con los ojos clavados en mí. No sin esfuerzo, conseguí enfocar mi nublada vista hacia aquel batallón de parientes que me miraban en silencio, la mayoría con aire escandalizado y, alguno que otro, aguantando la risa. Por último, saqué fuerzas de flaqueza y me dispuse a recitar la frase ensayada:

—Aaummm. Bueras pfnoxes, esdoy buy canfsado…
—¡Luigi: tú has bebido!!!
—Estoo…fsolo un boco, mamá…

Y es que con Rodri dejé atrás mi infancia y entré de lleno en el mundo de la adolescencia, con sus ritos de paso, incluido el “tema— chicas”. Recuerdo aquellas conversaciones sobre “las tías que nos gustaban”, que tenían lugar cuando Rodri se quedaba a dormir en casa de mis padres. Envueltos en el manto de la de la noche, prolongábamos los instantes previos al sueño con largas charlas sobre lo divino y lo humano…sobre todo lo humano: Él me hablaba de una amiga punk de su barrio, de la que estaba secretamente enamorado.
La evocaba cada vez que escuchaba aquellas estrofas de Kortatu – sorprendentemente románticas— que decían “si resisto y sobrevivo es por tu luz”. Por mi parte, yo le confesaba que estaba “colado” por una compañera de clase de ambos, y que me encantaría que estuviera en ese momento compartiendo estas charlas nocturnas con nosotros, a lo que él solía responder con su ácida “retranca” habitual: 

—Vale, la próxima vez, invítala también a quedarse a dormir, y así mientras tu filosofas, yo me la tiro…

En realidad él también gustaba de “filosofar”. Le recuerdo interesantes disquisiciones, cómo cuando, con apenas 15 años, mostraba su lado más ácrata y apátrida, rechazando todo tipo de banderas, nacionalismos y patriotismos (hoy su postura en Barcelona hubiera recibido críticas por ambos bandos). A la vez, era una persona muy sensata para su edad que no caía en los dogmatismos ni en los slogans facilones y demagogos, tan frecuentes en los ambientes en que se movía. De ahí que criticase muchas de las actitudes autodestructivas y de “postureo” que denunciaba una de sus canciones favoritas: “Muy punk”, de La Polla Récord. 

—Mira tío, se supone que el movimiento punk odia a la policía y demás agentes represores y tal… Y sí, soy anarquista y desearía que no hiciera falta ejército ni policía, ni políticos. Pero, hoy por hoy, te puedo decir que cuando los “calvos” — se refería a la tribu urbana de los skinheads—han venido de cacería a por nosotros y hemos tenido que encerrarnos en el bareto, con los cojones por corbata y escuchando el golpe de sus bates contra la persiana metálica, a quien hemos recurrido ha sido a nuestros “ odiados” maderos. Y cuando oíamos sonar sus sirenas te aseguro que era un subidón, en plan las pelis de indios cuando llegaba el 7º de Caballería.

En el fondo Rodri y yo no éramos más que dos críos —sarcásticos e irreverentes— pero con inquietudes y con ese entusiasmo que te proporciona la sensación de tener toda la vida por delante y de que lo mejor está siempre por llegar.

Sin embargo, esa alegría empezó a truncarse ya al final de aquel curso, cuando a Rodri le obligaron a repetir. No se me olvidará nunca el impacto que supuso para mí toparme con aquel adolescente disfrazado de tipo duro, totalmente deshecho, humillado y derrotado, llorando sólo en las escaleras del centro. Mientras el grupo se arremolinaba a su alrededor, para tratar de consolarlo, yo dirigí mi mirada a la puerta de la sala de profesores, y sin pensarlo dos veces arremetí contra ella y entré bruscamente ante la mirada atónita de varios docentes:

—¡No le podéis hacer repetir! — dije en voz alta para llamar la atención de toda la sala— lo ha pasado muy mal durante el curso y de ahí sus malas notas. Le ha costado mucho integrarse y ahora que lo ha logrado, esto le va a volver a hundir. ¡Dadle una oportunidad y seguro que el año que viene será otra cosa!

Los profesores, anonadados, se miraron un instante entre ellos sin decir nada hasta que uno me soltó una frase lapidaria que en aquel momento me pareció cruel e insensible, aunque hoy reconozco que debería habérmela aplicado mucho más a lo largo de mi vida:

—“¡Tu calla i preocupa´t de lo teu!”

De esa forma, al año siguiente, Rodri dejó de ir a nuestro curso. Pese a que mantuvimos la relación, se produjo un cierto distanciamiento entre nosotros al tiempo que empezaba a relacionarse cada vez más con los chicos de su barrio. Recuerdo que un día le recriminé alguna de sus actitudes y estilos de vida, concretamente su “tonteo” con el hachís y con aquellos ambientes oscuros y autodestructivos que envolvían a la subcultura punk. En unas palabras que hoy me resultan un tanto proféticas le animé a volver a relacionarse más con nuestro grupo de amigos y abandonar esas actitudes. 

Al poco tiempo era mi familia la que abandonaba Barcelona y se trasladaba a Santander. Como aún estábamos en la era “pre-tecnológica”, durante los primeros meses, traté de vencer la nostalgia a base de intercambiar largas cartas con mis amigos, cartas que ahora lamento haber perdido. Las de Rodri eran las más divertidas, llenas de chascarrillos y caricaturas de profesores —el tío era un gran dibujante, que desde joven daba muestras de creatividad y alma de artista— e incluso los sobres de las misivas resultaban originales y utilizaban el humor del absurdo, con su afición a cambiar nuestros apellidos. De modo que cuando llegaba el cartero solía encontrarme con textos surrealistas —del tipo: “Destinatario: Luis Ruiz Cantabrón. Remitente: “Rodri Rodriguez Elputoamo” —que iba variando en cada carta y que yo estaba deseando recibir para reírme con su última ocurrencia.

La última vez que le vi fue en una de mis visitas nostálgicas a Barcelona. Yo cursaba COU (el año previo a la Universidad) y recuerdo que él me habló de planes de futuro. Quería estudiar fotografía y dedicarse a ello. También me habló de una chica con la que había intimado y me confesó que se disponía a pedirle que saliera con él. Me alegró verle tan animado, parecía haber abandonado definitivamente la negatividad y la actitud de “No future” características del punk.

Pero sólo unos meses después recibí aquella fatídica llamada:
—Buenas tardes. Quería hablar con Luis.
—Si soy yo, ¿quién es?
—Hola Luis, soy la madre de Rodri Rodriguez…—En aquel momento yo no estaba preparado ni acostumbrado a recibir este tipo de noticias y no pude evitar sentirme algo preocupado y raro, dado el tono empleado por la madre y el hecho de que fuera ella quien me llamase— “Tengo que contarte una mala noticia” —entonces mi preocupación se transformó ya en pánico, especialmente cuando escuché aquella frase que supuso mi primer enfrentamiento con la muerte— “Rodri tuvo un accidente en moto hace unas semanas, el conductor sobrevivió al accidente pero él iba detrás y falleció por el golpe ”.

El impacto emocional que supuso para mí fue tal, que sólo acerté a responder a aquella madre que me estaba contando que acababa de perder a su hijo, con una pregunta estúpida:

—Pero, no puede ser… ¿es una broma verdad?
—No, Luis, lamentablemente no lo es. Me ha costado conseguir tu teléfono, pero he pensado que debía llamarte porque tú eras un amigo muy importante para él, yo sé que él te quería mucho…

Estas palabras aún me dejaron más en shock. En nuestra relación nunca nos habíamos mostrado los sentimientos, nunca nos hubiéramos dicho algo así ¡Faltaría más! Ambos teníamos una imagen que mantener, vinculada a nuestros roles escolares de gamberro, en mi caso, y punky, en el suyo. Pero lo cierto es que nos queríamos, ¡claro que nos queríamos!, pero nunca tuvimos el valor de decírnoslo…y ya nunca tendríamos la oportunidad de hacerlo.

Obnubilado por estos pensamientos, volví a la conversación para dar las gracias a la madre y poco más. Una mezcla de perplejidad, rabia, pena e incredulidad me nublaban el pensamiento. Estaba tan afectado que ni siquiera acerté a pedirle su nuevo teléfono o a sugerirle que volviésemos a hablar pasados unos días. De hecho, nunca más supe de la madre de Rodri, y ojalá este relato pueda servir para contactar con ella y poder trasladarle mis disculpas por mi reacción de aquel momento y mi agradecimiento por haber tenido el detalle y coraje de localizarme y darme personalmente la triste noticia, pese a su abatimiento.

Dejas de escribir, estás emocionado y tus ojos se han humedecido. ¿Seguro que no diste con la madre porque había cambiado el teléfono, o fue que no tuviste cojones de llamarla? ¡Mierda!, ya no lo tienes claro, después de tanto tiempo.

Querías haber escrito un relato para Mathew y aún no le has nombrado. Al final estás teniendo un encuentro con tu miedo a la muerte, con una parte dolorosa de tu pasado que creías olvidada, pero en realidad sólo estaba “tapada”, como cuándo se mete el polvo debajo de la alfombra. Bueno, quizá sea mejor así: aunque te temes que este va a ser, sin duda, el relato que más te cueste escribir del libro, probablemente también sea el más sanador para ti. De hecho, es posible que el escribir este relato sea más bien un acto terapéutico, más que algo publicable.
Porque ¿a quién cojones le importan tus mierdas? Al fin y al cabo, cada uno tiene las suyas. Aunque, ahora que piensas, Mathew era un ser muy querido y seguro que habrá gente que agradecerá tu escrito…Pero, por otro lado, tu maestro de escritura Xavier Mazón siempre insiste en que no caigas en ese “ombliguismo” – por no decir onanismo— literario , basado en escribir y regodearte en tus propias historietas y batallitas que a nadie importan. Y a tu madre no le hace ninguna gracia que escribas cosas auto-biográficas, sobre todo si aparece la familia.

Bueno, también puedes tomártelo como lo que Jodorowsky llama un “acto psico-mágico” que sirva para limpiar y soltar toda la pena y rabia que escondes “por esas muertes, ¡Recuerda que todo hace indicar que hoy es el día de escribir sobre Mathew!

Relees la última escena del relato de Rodri que acabas de escribir, la de la llamada telefónica con la madre, y caes en la cuenta de que el relato de la muerte de Mathew también empieza con una llamada fatídica, la de la última ex novia que había tenido mi amigo sudafricano:

—Luis, Matthew está en el hospital, ayer sufrió una insuficiencia respiratoria muy fuerte, a duras penas consiguió llamar a un vecino para pedir auxilio, porque no respiraba. No pudieron bajar con la ambulancia hasta su cabaña, por lo que tuvieron que subirle en camilla por todo el monte. Cuando consiguieron llegar con él al hospital de Valdecilla llevaba una hora ahogándose, y ahora le tienen en un BOX, parece que está muy mal…

En ese momento —y en los días siguientes que pasé en el hospital mientras Matthew se debatía entre la vida y la muerte— se me sucedieron los recuerdos del que había sido mi gran amigo durante los últimos 25 años:

Matthew era un ser especial, que no pasaba desapercibido. Era uno de esos sudafricanos bohemios de tez blanca que – a diferencia de otros blancos— sí se relacionaba con los negros, y cuyo rechazo a las comodidades y sed de aventuras, les hacía abandonar el colchón familiar y viajar a otros continentes.

De aspecto – y alma— hippy, sus largas y rubias barba y cabellera, le otorgaban un aire de “Jesucristo Superstar”. Sus dos rasgos principales eran una eterna y contagiosa sonrisa y el característico y divertido “espanglish” con que se comunicaba. Yo solía bromear y decirle que era — junto con Cruyff y Robson— los únicos casos de “guiris” que, cuanto más tiempo pasaban en España, peor hablaban el español.

Como decía, Matthew era un ser especial, tan distinto a la gente de Santander que al conocerle tenías la impresión de que no provenía de este mundo. Era uno de esos amigos que tienen el don de transportarte a otras realidades, de sacarte de la gris cotidianidad.

Cuando llegó a nuestro país apenas hablaba español, pero se hacía querer con su sonrisa y una frase que utilizaba para todo: “!pouta madrei!”. Si alguien le preguntaba ¿qué tal?, el respondía con la frase y su sonrisa, acompañada de un gesto de dedo pulgar apuntando hacia arriba. Y lo mismo, si las preguntas eran otras:

“¿Qué te parece Santander, Matthew, te gusta la ciudad?”
“¡Wow ,es pouta madrei!”
“¿Matthew, te vienes a tomar algo? “ !De pouta madrei!”
“¿Que tal lo estás pasando?” ¡Yo pouta madrei! ¿and you?
“¿Qué te parece esta amiga que quiere conocerte?” “!mmm... está pouta madrei!”

Y así, con las armas de su positividad y su inmenso carisma, Matthew se iba ganando el corazón de tanta y tanta gente….

Y es que Mat iba repartiendo amor incondicional entres sus amigos, era uno de esos pocos amigos que nunca te falla. Mientras la mayoría nos pasamos el día quejándonos y lamentándonos, Matthew sufría en silencio y mentía con un “ pouta madrei” cuando se le inquiría por su estado de salud. Matthew era de aquellas pocas personas que lo daba todo sin tener nada.

Hasta tal punto llegaba su generosidad.

Sobre todo era especialista en regalar su bien más preciado, pese a que, los últimos años, andaba justo de existencias: su hipnótica sonrisa. Una sonrisa, como la del gato de Chershire de Alicia en el Pais de las Maravillas, que viajaba siempre con él, iluminando sus largos y —a veces tortuosos— senderos, aquellos que recorría el “Peace train”, el tren de la paz al que estaba abonado y que utilizaba para viajar largas distancias.

Precisamente esa canción (“Peace Train”) era una de sus favoritas y estaba interpretada por su cantante preferido: Cat Stevens. A Matthew le debo el haber sacado del cajón los discos que tenía, olvidados y en desuso, de este gran músico que es Cat Stevens, hasta el punto que no puedo evitar pensar en mi amigo sudafricano cada vez que oigo alguna de sus canciones, máxime cuando Matthew compartía un sorprendente parecido con Cat, aunque en versión rubia.

Y es que Matthew era eso: otro Cat. Era como un gato rubio cuya sola presencia y ronroneo te hacía sentir bien. Si una noche le seguías por los tejados, sabias que te esperaban experiencias únicas:

Si te atrevías a subir con él, te daba un garbeo por “la sombra de la luna” (Moonshadow, otra canción de Cat Stevens); como aquella noche en que acabamos en el tejado de una amiga común, Nuria, que vivía en un apartamento cuya buhardilla tenía una trampilla que daba al tejado, con vistas a la Catedral. O bien aquella otra en que acabamos en el Parque de la Magdalena subidos a una instalación artística con forma de “silla de juez de tenis”, cuya elevación te permitía disfrutar del acantilado, a la luz de luna llena y el cielo estrellado.

Y si le visitabas en su pequeño y escondido “País de las Maravillas” se mostraba como el perfecto anfitrión. Su “paraíso particular” era un terreno empinado y perdido en pleno monte de Esles (Cantabria), donde Matthew tenía aquella cabaña llena de decoraciones africanas. Allí compartimos momentos muy especiales, como las inolvidables fiestas a base de tambores, risas, comidas y charlas en plena naturaleza verde. 

Matthew, en definitiva, era un auténtico gato montés, acostumbrado a moverse —sigiloso, libre y orgulloso— por sus tierras. Un gato de garras artísticas, bigotes rubios y “cola inquieta” (durante sus últimos días coincidieron en el hospital varias de sus sucesivas novias – no todas, tuvo más— y se acabaron llevando bien, pese a las diferencias de caracteres…y edades).

Como buen felino, era celoso de su intimidad y no permitía que nadie le enjaulase, ni “engatusase”, ni siquiera por su bien. Si alguien trataba de llevarle a casa o cuidarle, sacaba las garras y arañaba. Pero si le acariciabas o le acompañabas en sus paseos, entonces se mostraba cariñoso y juguetón...

A menudo desaparecía durante un tiempo aislándose en su país de las Maravillas, hasta que, súbitamente, te topabas en cualquier rincón con su sonrisa flotando en el aire. Entonces debías aprovechar esos momentos mágicos que él gustaba de regalar.

Yo tuve la suerte de compartir muchos de esos momentos, durante casi la mitad de mi vida. Volví de estudiar en la Universidad de Barcelona algo desanimado, pero Santander cobró luz e interés cuando descubrí su sonrisa flotando encima de mí, aquella noche en el la calle del Rio de la Pila. Desde entonces, cuando estaba triste o aburrido, la sonrisa del gato me trasladaba al País de las Maravillas. Daba igual donde estuviésemos, Matthew era capaz de ello.

Hasta tal punto llegaba su generosidad.

Sin embargo, todos los aparentes paraísos tienen su reverso negativo, de modo que aquel sueño de cabaña en el monte, donde Matthew pretendía llevar una vida libre y conectada a la naturaleza —al más puro estilo Thoreau— fue, a la larga, lo que le destruyó. La soledad, el duro clima de Cantabria, el aislamiento, el elevado coste que debía pagar cada mes por su terreno, sus problemas de salud agravados por su dependencia del tabaco, su lejanía a los servicios sociales y médicos… todo ello acabó convirtiendo el sueño en pesadilla, sin que él siquiera fuera consciente. 

Empezaron a correr rumores de que el gato Matthew había empezado a perder vidas. Yo le solía preguntar cuántas vidas le quedaban y si no le convenía cambiar de hábitat. Incluso le insistí, le insistimos, en que volviese a la selva africana de donde procedía, pero él siempre respondía maullando y echando a correr para que le siguieras a alguna nueva aventura por su País de las Maravillas... 

Cuando nos dejó, fuimos muchos los que nos sentimos perdidos y anduvimos buscando, como locos, su sonrisa...

Yo me topé con ella por última vez en la ceremonia que le organizamos en la eco-aldea de sus amigos “jipirurales”, a raíz de su muerte. Fue un acto precioso con multitud de amigos y artistas, justo el tipo de despedida que él hubiera elegido. Hubo comida popular, tambores, poesía, música en directo, lecturas y recuerdos dedicados a su figura… Hubo profundos y sentidos llantos, aunque combinados con ese tipo de risas y carcajadas entre amigos – doloridos y asustados— con las que se pretende desafiar y olvidar a la muerte. Y por encima de todo fue un acto pleno de amor y buena onda, como si el espíritu de Matthew hubiera impregnado el ambiente.

Recuerdo el comentario de nuestro amigo “Josecueva” (dueño de “La cueva de Jose”, nuestro bar de encuentro) que nos hizo en presencia de su mujer.

—Como por edad a mí me debería tocar antes que a vosotros, ¡cuando yo muera quiero una despedida como ésta!

Ante tal intensidad de emociones, al final de la velada empecé a sentirme cansado y raro, por lo que salí a dar un paseo por el bosque. Al llegar a un descampado la sensación se intensificó y noté que entraba en una especie de sueño lúcido, probablemente debido a aquel licor que habían preparado para la ocasión los residentes de la eco-aldea, a base de una extraña mezcla de plantas y hongos. 

Sea como fuere, entré en un estado de sopor, y no podría asegurar al cien por cien que estuviera en plenas facultades, pero lo que sí puedo prometer es que lo que yo experimenté fue totalmente real para mí. Alcé la mirada porque me pareció ver una sonrisa en el aire. La imagen desapareció un instante y de pronto sentí una presencia tras de mí y oí una risa inconfundible. Me giré y ahí estaba él. Curiosamente no sentí susto alguno, aunque sí sorpresa, una mezcla de incredulidad y alegría me embargó.

—¡Matthew! ¿Cómo estás, tío?
—Comou quieres que estei? ¡pues pouta madrei! – respondió incrementando su risa.

Nos abrazamos, yo quise comentarle todo lo que había ocurrido durante su estado comatoso de los últimos días, en el hospital, pero él me interrumpió con un gesto de silencio:

—Todou está OK, Luis, todou ha idou como tenía que ir, ousea: ¡pouta madrei!

Estuvimos mucho rato abrazados, perdí la noción del tiempo, porque sentía que sería la última vez que podría achucharle. Al acabar me miró a los ojos y me sonrió. Sentí que su mirada me llenaba de paz y alegría, mientras brotaban lágrimas de mis ojos.

Entonces Matthew me habló de forma muy serena, al tiempo que yo le escuchaba con plena consciencia y máxima atención. Me dijo que ya no necesitaría más de su guía para acceder al País de las maravillas, que su sonrisa siempre ha estado y estará conmigo. Yo le pregunté que cómo la encontraría cuando la necesitase y el respondió con dos de sus enigmáticas frases favoritas: La primera fue la misma que le dijo el gato a Alicia: “ si no sabes hacia dónde vas todos los caminos son válidos “. Como vio que no comprendía, me lo aclaró recurriendo a su legendaria frase zulú de imposible pronunciación para nosotros, algo asi como:” Lerele lalalah nong nong nong lelele”, que significa: “Escucha la voz del hombre sabio” ( “o sea, tu corazón”), matizó. Y se despidió con una sonrisa.

Tras ello me quedé dormido en el bosque y desperté al oír las voces de uno de los hippies de la ecoaldea:
—¡Coño, otro que se ha pasao con el cocktail, te dije que no deberíamos habérselo dado a probar a los de la capital, que no están acostumbraos

Estás terminando de escribir este relato (aunque luego te llevará tiempo revisarlo) cuando han pasado dos años de la muerte de Matthew y treinta de la de Rodri, y lo haces en su honor, con el fin de honrarles y bendecirles. No puedes negar que les sigues echando de menos, y que te encantaría poder seguir compartiendo aquellas charlas y risas con ellos, pero hoy tu recuerdo procura transcender la pena y teñirse de agradecimiento. Tu vida no hubiera sido igual sin su presencia, ya que ambos te acompañaron y apoyaron en momentos muy difíciles.

Tanto Rodri como Matthew te enseñaron lo que es la amistad y el amor incondicional entre amigos. Sus muertes – y sus vidas— te enseñaron a elegir mejor tus amistades, a rechazar aquellas relaciones que no te aporten nada ni te ayuden a crecer y bendecir aquellas que sí lo hacen.

Desde entonces procuras disfrutar más y mejor de las nuevas amistades que aparecen en tu camino, y decirles y demostrarles que las quieres…antes de que sea demasiado tarde.